Hoy se celebra en el calendario litúrgico católico la festividad de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María a los cielos. Es una de las fiestas de más importancia en el mundo católico, pues es junto con la Inmaculada Concepción, una de las cualidades que distinguen a la madre de Cristo. La Asunción de la Virgen a los cielos se definió como dogma, por el papa Pio XII, en 1950, pero su origen está en los textos apócrifos, dándose culto a esta representación, con sus variantes, en la iglesia oriental desde el siglo VI y en occidente algo después.

La Asunción parte de la creencia de la subida al cielo, inmediatamente tras su muerte, de la Virgen María, por lo que este tema se asocia indispensablemente con el tema de la muerte, tránsito o “dormición” de la Virgen. Como de costumbre, es Jacopo de la Vorágine, en su Leyenda dorada, quién nos da las claves de esta advocación y su manera de representarse.

El texto apócrifo que recoge el tránsito y ascensión de la Virgen a los cielos, está atribuído a San Juan Evangelista y lo cuenta de la siguiente manera:
“Mientras los apóstoles, dispersos por los diferentes países del mundo, predicaban el Evangelio, la Virgen María permaneció viviendo en una casa próxima al monte Sión, de la que frecuentemente salía para visitar con devoción fervorosa todos los lugares que guardaban alguna relación especial con su Hijo, tales como el sitio donde fue bautizado, y aquellos otros en que oró, ayunó padeció su Pasión, murió, fue sepultado, resucitó, y el monte desde el que subió al cielo
Un día acaeció lo que sigue: El corazón de la Virgen empezó a sentir una especial añoranza de su Hijo; deseaba reunirse cuanto antes con El. Estos vivísimos deseos produjeron en su ánimo tal emoción que de sus ojos comenzaron a brotar torrentes de lágrimas. Nada podía llenar el vacío que experimentaba en su alma al verse separada del objeto de su amor. De pronto, envuelto en luminosas claridades, surgió ante ella un ángel que, con la reverencia que a la Madre de su Señor era debida, saludóla diciendo: <<Dios te salve, María, bendita y objeto de las bendiciones de quien trajo la salvación a Israel. Señora, te traigo desde el paraíso este ramo de palma para que sea colocado sobre tu féretro. Dentro de tres días te reunirás con tu Hijo que te está esperando. También El quiere reunirse contigo, puesto que eres su Madre>>”.

Tras el mensaje del ser angélico, la Virgen pasa a pedirle que quiere que antes de su marcha, la acompañen los apóstoles y que, tras su muerte, su alma no se encuentre con ningún demonio maligno, ni con el mismo Satanás, a lo que el ángel le responde:
“Señora, […] hoy mismo los apóstoles estarán aquí. Quien en otro tiempo trasladó a un profeta en un instante desde Judea a Babilonia, llevándolo cogido por sus cabellos, en otro instante, no lo dudes, trasladará hasta aquí a los apóstoles desde donde quiera que ahora se hallen; todos estarán a tu lado en el momento de tu muerte y participarán en tus exequias y en las honras que mereces. En cuanto a lo de no ver a Satanás en tu camino ¿por qué temes encontrarte con él, si precisamente tú le has aplastado la cabeza con tus pies y lo has despojado de toda su potestad?”

Es muy interesante, porque la imagen de la serpiente pisada por la Virgen está asociada iconográficamente a la Inmaculada Concepción, ya que es una referencia a la Mujer del Apocalipsis.

El primero de los apóstoles en llegar desde Éfeso, como no podía ser de otro modo, es Juan. María le cuenta que las autoridades judías planean que, tras su muerte, su cuerpo sea robado e incinerado. De tal manera que le previene de qué han de hacer para evitarlo. Inmediatamente después llegaron el resto de los apóstoles, a los que Juan prepara para las exequias de la Virgen.
Cuando se acerca la hora de la muerte, aparece también el propio Cristo. La muerte se va a producir, según Vorágine, sin dolor, sin agonía y sin nada de cuanto hace penoso y triste el morir.
“En cuanto María expiró, el Señor dijo a los apóstoles:
-Tomad el cuerpo de mi Madre, llevadlo al valle de Josafat, colocadlo en un sepulcro nuevo que allí encontraréis y no os mováis de aquel lugar hasta que yo vaya, que será de aquí a tres días.
Dicho esto, Cristo, con el alma de su madre en brazos, emprendió su viaje hacia la gloria rodeados de infinidad de rosas rojas, es decir, de multitud de mártires, y de una innumerable cantidad de azucenas, porque azucenas parecían los ejércitos de los ángeles, de los confesores y de las vírgenes que le daban escolta”.

Tras este suceso, los apóstoles, siguiendo las indicaciones, preparan las exequias y el atraslado del cuerpo de la Virgen hasta el lugar indicado. Durante su traslado se producen milagros y el traslado se logra hacer sin que las autoridades judias interfieran.
«Después de todo eso los apóstoles prosiguieron su marcha hacia el lugar en el que María debería ser sepultada. Al llegar a él, depositaron su cuerpo en el monumento indicado por Cristo, y, ateniéndose a lo que el Señor le había dicho, permanecion allí tres días, al cabo de los cuales presentóse Jesús ante ellos, acompañado de innumerables ángeles y diciendo en tono de saludo:
-La paz sea con vosotros.
Ellos le respondieron:
-Y la gloria contigo, oh Dios, que sin ayuda de nadie haces maravillas estupendas.
Jesús les preguntó:
-¿Qué gracias y honores, a vuestro jicio, dbo otorgar a la mujer que me dio el ser?
Los apośotoles respondieron:
-A tus siervos les parece jisto que así como tú , venciendo el poder de la muerte resucitaste y eternamente reinas, así también deberías resucitar a tu Madre y colocarla perpetuamente a tu derecha en el cielo.
Como a Cristo le peareciera muy bien esta proposición, el arcángel Miguel presentóle inmediatemente el alma de María. El entonces la tomó en su manos y dijo:
-¡Levántate, Madre mía, paloma mía, tabernáculo de la gloria, vaso de mi vida, templo celestial, levántate! ¡Levántate, porque ese santísimo cuerpo tuyo que sin cópula carnal y sin mancha de cualquier tipo de conscupiscencia concibió el mío, merece quedar inmune de la desintegración que se produce en el sepulcro!
En aquel instante el alma de María se aproximó a su cuerpo y éste, vivificado nuevamente, se alzó glorioso, salió de latumba y entoces mismo la Señora, acompañada y aclamada por infinidad de ángeles, subió a los eternos tálamos».

Consciente de lo problemáticos que eran los evangelios apócrifos, Jacopo de la Vorágine concluye con la siguiente apostilla a todo lo que ha narrado:
«Por supuesto que el precedente relato es apócrifo desde el comienzo hasta el fin […] De las muchas cosas que en él se refieren sólo nueve parece que cuenten con la aprobación de los santos, y merecen por tanto que las aceptemos como verdaderas, y son la siguientes: primera, que la Virgen, en el momento de su tránsito, contó, como previamente se le había prometido, con una asistencia espiritual absolutamente consoladora; segunda, que cuando murió estaban a su lado los apóstoles; tercera, que murió sin dolor alguno; cuarta, que su sepultura había sido preparada en el valle de Josafat; quinta, que en el instante supremo de su salida de este mundo se sintió confortada por la presencia amorosa de Cristo y de toda la corte celestial; sexta, que los judíos trataron de poner obstáculos a su entierro; séptima, que con ocasión de su fallecimiento se produjeron numerosos milagros; octava, que estos prodigios fueron muy importantes; y novena, que fue llevada al cielo en cuarpo y alma».
Tras la Ascensión, inmeditamente después, se produce la coronación de la Virgen, o lo que es lo mismo, la confimación de su posición preeminente en el corte celestial:
«[…] Tan honorablemente, que el propio Jesús, al frente de todo el ejército de la milicia celestial, salió a su encuentro. ¡Con qué afectuosa devoción diéronle la vienvenida las numerosas legiones celestiales! ¡Cuán deliciosos los cánticos que entonaron mientras la acompañaban hasta el trono que le tenían preparado! ¡Qué alegría tan inmensa y qué majestuosa serenidad en el sembante y porte del Hijo al recibirla y estrecharla entre sus divinos brazos y al exaltarla por encima de todas las criaturas!».
*Todas las citas son de la Leyenda dorada de Jacopo de la Vorágine. Citamos por la edición de Alianza Forma, vol. 1, Madrid, 1999, pp. 477 y ss.
