Nada más lejos de la realidad pensarán muchos de los lectores que accedan a este artículo después de leer asombrados el título, con más pinta de titular, del mismo. Y no les falta razón, porque la Historia del Arte no se presenta a priori como una profesión que conlleve una exposición a riesgos graves sobre nuestra salud. Pero en realidad, como bien todos sabemos, todas las profesiones están cargadas de vicisitudes y problemas que pueden acabar por arruinar nuestra salud, tanto física como mental. Hoy me dispongo a contar algunas anécdotas personales para atestiguarlo:
1. El mal de Stendhal:
Muchos de los lectores conocerán el llamado síndrome de Stendhal o síndrome de Florencia aquél producido cuando el goce estético es tan intenso y conmovedor que no podemos soportarlo físicamente y nuestro organismo reacciona en forma de mareos, nauseas, convulsiones y hasta alucinaciones. Descrito por primera vez por el escritor francés Henri-Marie Beyle, conocido por su pseudónimo: Stendhal, cuando lo sufrió personalmente en 1817 tras visitar la iglesia florentina de Santa Croce.
“Había llegado a ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme”
Stendhal: Roma, Nápoles y Florencia. 1817
Pues bien, este síndrome, que en parte tiene mucho de autoinducido se da de una forma más intensa y vívida en los historiadores del Arte, pues acuden a ver las obras con una enorme carga de mito y literatura artística por lo que la contemplación en ocasiones supera las expectativas creadas y da como resultado la reacción de nuestro organismo.
El que aquí les narra ha experimentado el citado síndrome o mal en dos ocasiones en su forma más pura. La primera, con ocasión de acceder a la sacristía de la cartuja de Granada, una buenísima descripción de la misma aquí. Un espacio increíblemente barroco donde la luz incide sobre los muros blancos, decorados con un espectacular trabajo de yeserías. Visité por primera vez la Cartuja de Granada cuando estaba estudiando la licenciatura. El recinto queda algo alejado del núcleo más turístico de la ciudad, por lo que su visita a primera hora de la mañana nos trajo como sorpresa que estábamos solos.
La impresión fue tan fuerte que inmediatamente experimenté mareo y falta de aire. No podía soportar tanta belleza…

La segunda experiencia la viví en la Ciudad Eterna: Roma. A la ciudad del Tiber acudí con la mente llena de referencias barrocas. Había tenido la enorme suerte de ser alumno de Alfonso E. Pérez Sánchez y sus enseñanzas sobre el barroco italiano habían causado enorme impresión en mí. Y aunque mi predisposición iba encaminada hacia ese estilo en concreto fue otro el que me causó el hondo impacto: el Panteón de Agripa. Cruzar su pronaos e introducirse en su famosísima cella y colocarse bajo el óculo es sencillamente una experiencia que roza lo sublime, otra vez la falta de aire y el mareo. La majestuosa grandeza y sencillez de la arquitectura romana…
2. La sugestión becqueriana:
Esta creo que es la primera vez que se describe, seguramente porque sólo unos pocos la han vivido en carnes. Es la sugestión que la literatura romántica puede causar en la mente de un historiador del Arte. Vendría a ser una sensación parecida al anterior síndrome, pero no causada por la belleza, sino por la sugestión y el recuerdo de una obra literaria.

En el caso que nos ocupa, la obra en concreto, es una de las Leyendas que el escritor romántico Gustavo Adolfo Bécquer publicó a mediados del siglo XIX. Concrétamente se trata de La ajorca de oro, leyenda ubicada en la ciudad de Toledo. Para deleitarse con la leyenda completa ver aquí.
En la misma el protagonista, Pedro, quiere contentar a su caprichosa amada que le solicita una joya (ajorca) de la Virgen del Sagrario de la Catedral Metropolitana. Para lograrlo tiene que acudir de noche para robar la pieza que está prendida de la imagen de la patrona de la Ciudad Imperial. Ante el temor de cometer tan grande bellaquería, Pedro, decide cerrar los ojos para no ver su delito. Al abrirlos todas las imágenes que pueblan los retablos, sepulcros, coro, etc. han abandonado momentáneamente su ubicación para acercarse amenazadoramente al joven que ante tal espectáculo acaba perdiendo el juicio.
Pues bien, la lectura apasionante de esta leyenda resonaba en mi cabeza cuando por razones profesionales tuve que visitar la Catedral de Toledo, antes de la última restauración e iluminación, para realizar unas fotografías a varias capillas y retablos. Para ello nos citó un responsable del cabildo a la hora a la que la Catedral cierra su visita al público. Si ya impone su soberbia arquitectura (para conocer un poco más de la misma ver el post de Investigart aquí) verla en completa soledad y oscuridad es una experiencia que roza lo sublime, en el sentido terrorífico del término.
Sólo habían dejado iluminadas las capillas que debía fotografiar y por las enormes vidrieras entraba una tenue luz crepuscular, el escenario no podía recordar más a la narración del literato sevillano. Además, cuando uno fotografía, tiene cierta sensación de estar <<robando>> la imagen. El recuerdo vívido del relato, el silencio y el vacío me hacían estremecer. El resultado final fue un montón de fotografías movidas…
En resumen, la profesión de historiador del Arte en ocasiones puede acabar con nuestro sano juicio.
Hermoso!
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Profesión de riesgo es, riesgo el que tomamos al entrar a la carrera y creer que podemos encontrar fácilmente un puesto de trabajo decente jajajajaj yo, cada día por unas y por otras (y menos si no hago oposiciones) lo veo más complicado 😂
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Yo siempre me he sentido un privilegiado, pero entiendo la sensación de frustración que causa que en este país no se valore el trabajo de los historiadores del Arte, la cultura del voluntariado y del todo gratis no nos han ayudado en nada. Ánimo que todo llega (hasta los trabajos decentes) 😉
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Toda la razón del mundo como siempre. Muchas gracias por los ánimos Cipriano. Un abrazo!
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